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El agua le caía fría en
la cabeza. Estaba todavía en un estado onírico inducido por los tragos de la
noche anterior y otras tantas cosas a las que la borrachera inevitablemente lo
conduce. Una mueca grotesca se dibujaba en su rostro gracias a la caricia empática
del líquido. Se echó al suelo para tapar con su cuerpo la alcantarilla y elevar
un poco el nivel del agua. Era un niño divirtiéndose y salvándose del infierno
de su cuerpo. Los temblores y el asco no eran tan violentos ahí, recostado y sumergido. El baño no tenía cortina, pero era antiguo y tenía los bordes
demasiado altos, como si los arquitectos de otros tiempos se dedicaran a matar
ancianos con poca suerte y equilibrio. Ladeado, podía contemplar la taza del
baño, que ocultaba un estado deplorable en esos rincones que nadie suele
observar, pero perfectamente limpia desde otros ángulos. Pensó –así los
humanos- y las horcajadas casi lo vencen. Rió cuando no. Observo con cierta
repulsión, pero sin duda con deseo, la cuchara humeada que se retorcía ahí, en
el suelo, violada tantas veces que la memoria ya ni le servía. Se estremeció.
Cerró los ojos para otros tiempos, ajenos a la amargura de las noches, donde
los ojos de ellos se enternecían a su llegada. Ahí se mantuvo varias escenas
compartiendo la comida o el espacio bajo las cobijas en días de invierno,
chocolate caliente y películas; siete amaneceres de gritos de sorpresa y
preguntas sobre Santa; entrelazando las manos y contemplando los vestidos
ampones de las jóvenes y el cortejo tímido de los muchachos en la tardes de
paseo por el jardín del barrio, donde las risas de los niños se columpian con
un gusto incomparable; los guiños coquetos de ella, cuando visitaba a sus
padres que la aborrecían porque lo llevaba flotando por los días; las noches
interminables del entendimiento vital de las bocas y los cuerpos. Una mueca de
agradecimiento se descomponía en largas y turbulentas horcajadas y los gritos y
los temblores y la desesperación y el madrazo del mundo real al expulsar la bilis dolorosa. Con un
esfuerzo descomunal logra levantarse, como tantos otros días, sucio de sí y de
su condena, atacado por imágenes que no puede parar y que lo latiguean sin
misericordia, todas en un mismo y confuso tatuaje mental del día que no hubo
gritos cuando llegó del trabajo sino silencio, y las paredes entintadas de
violencia y la sensación de todo su ser romperse y dejar de ser para ser otro que
se anda por la vida reflexionando la triste pregunta.
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