martes, 24 de junio de 2014

¿Por qué?



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El agua le caía fría en la cabeza. Estaba todavía en un estado onírico inducido por los tragos de la noche anterior y otras tantas cosas a las que la borrachera inevitablemente lo conduce. Una mueca grotesca se dibujaba en su rostro gracias a la caricia empática del líquido. Se echó al suelo para tapar con su cuerpo la alcantarilla y elevar un poco el nivel del agua. Era un niño divirtiéndose y salvándose del infierno de su cuerpo. Los temblores y el asco no eran tan violentos ahí, recostado y sumergido. El baño no tenía cortina, pero era antiguo y tenía los bordes demasiado altos, como si los arquitectos de otros tiempos se dedicaran a matar ancianos con poca suerte y equilibrio. Ladeado, podía contemplar la taza del baño, que ocultaba un estado deplorable en esos rincones que nadie suele observar, pero perfectamente limpia desde otros ángulos. Pensó –así los humanos- y las horcajadas casi lo vencen. Rió cuando no. Observo con cierta repulsión, pero sin duda con deseo, la cuchara humeada que se retorcía ahí, en el suelo, violada tantas veces que la memoria ya ni le servía. Se estremeció. Cerró los ojos para otros tiempos, ajenos a la amargura de las noches, donde los ojos de ellos se enternecían a su llegada. Ahí se mantuvo varias escenas compartiendo la comida o el espacio bajo las cobijas en días de invierno, chocolate caliente y películas; siete amaneceres de gritos de sorpresa y preguntas sobre Santa; entrelazando las manos y contemplando los vestidos ampones de las jóvenes y el cortejo tímido de los muchachos en la tardes de paseo por el jardín del barrio, donde las risas de los niños se columpian con un gusto incomparable; los guiños coquetos de ella, cuando visitaba a sus padres que la aborrecían porque lo llevaba flotando por los días; las noches interminables del entendimiento vital de las bocas y los cuerpos. Una mueca de agradecimiento se descomponía en largas y turbulentas horcajadas y los gritos y los temblores y la desesperación y el madrazo del mundo real al expulsar la bilis dolorosa. Con un esfuerzo descomunal logra levantarse, como tantos otros días, sucio de sí y de su condena, atacado por imágenes que no puede parar y que lo latiguean sin misericordia, todas en un mismo y confuso tatuaje mental del día que no hubo gritos cuando llegó del trabajo sino silencio, y las paredes entintadas de violencia y la sensación de todo su ser romperse y dejar de ser para ser otro que se anda por la vida reflexionando la triste pregunta. 



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