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Se fracasa todos los
días, eso es incuestionable. No obstante, la forma de lidiar con el fracaso es
muy diferente en cada persona: para algunos el fracaso es una cuestión de
lamento, otros aprovechan cada caída para explotar su comercio, algunos están
tan familiarizados a su trato que lo acogen como hermano y para otros parece
imperceptible en la balanza de los hechos. Estos últimos, los triunfadores, cuando
caen, golpean el suelo de manera tan fuerte que la mancha de sangre que queda
en su alma es imborrable, tan implacable es el impacto que una vez que regresan a su
estado natural algo les susurra al oído por las noches quitándoles el sueño. A los
primeros, los que se quejan miserablemente ante cada obstáculo, por mínimo que
sea, deberían aniquilarlos, por cobardes. Por otro lado, los paparazzi de la
desgracia, a mi parecer, son los seres más despreciables sobre el planeta. Hay
que ser un ser vil para ofrecer sólo un flashazo a alguien que necesita agua, o
pan, o una mano, o un abrazo. Todos ellos son ajenos al fracaso, le temen o lo
explotan desde la distancia.
Ahora
bien, de todas las especies que el hombre ha engendrado, los que valen la pena,
son aquellos que han establecido con el fracaso una forma de vida. Una especie
de pacto. Una simbiosis amarga. Los que se desenvuelven en la sombra de los altos edificios,
cobijados por harapos que pertenecieron a las generaciones de otras familias,
seres de luz que rompen el esquema de una sociedad absurda y que esconden las
llagas de sus derrotas en el silencio de una botella o en el silencio absoluto
de una soledad impostada. Aquellos que se duermen a la luz de una fogata,
arrullados por una canción que su madre escuchó de su madre y ella de su
abuela, y así interminablemente, mientras el caldo de piedra despide un olor
que tiene la esperanza viva y el estómago vacío. Los que confrontan el asfalto
ardiente con la carne viva de su cuerpo y no chistan por un solo segundo. Los que
viven hasta con la voz rota de tanto esfuerzo, pero que esconden en el recoveco
de sus ojos un brillo de fuerza tal que derrotaría imperios. Los que residen
invisibles en los lugares menos publicitados, rojos de violencia y negros de
desgracia. Todos ellos no conocen el temor al fracaso, porque con él han
compartido todas las noches y sus peripecias, todos los días y sus canalladas. Aún
así, sin nada en la cuenta bancaria para respaldarlos, de ellos es el mundo, porque,
lamentablemente, de todos los espacios que éste ofrece son ellos los que habitan en el que sangra realidad.
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