miércoles, 14 de mayo de 2014

Diatriba de un enfrentamiento vehicular





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Soy de los que opinan que hasta en la violencia debe existir algo de elegancia. Considero el insulto como una de las artes más deterioradas de nuestra civilización. Tanto la simpleza como la vulgaridad han acaparado el mercado que antes le pertenecía a la agudeza y el ingenio. Hasta el albur ha dado paso al tonto y descarnado ataque directo, aquel que no se adorna más que de la agresión y se defiende con el puño. No me malinterpreten, logro comprender los distintos escenarios donde la mentada es necesaria , donde el putazo es imprescindible; no obstante, hay cierta nostalgia por esos juegos de palabras, por esos siseos venenosos que se podían disfrazar de halagos rimbombantes y que dejaban una estela de duda en el aire, evanescente y al mismo tiempo casi palpable. Hay pocos, todavía, que ejercitan los sinsentidos aparentes, las finas ironías y las insinuaciones leves y punzantes, pero, lamentablemente, a falta de diálogo se ven condenados al exilio y después a la extinción. Estos seres peligran por la avanzada agresiva de un contingente que se deslumbra por la hipérbole, la exageración de lo evidente. Técnica explotada por todos esos carroñeros de buenos puestos que prostituirían a su madre por la sola oportunidad de ganar algunos pesos o entrar al mundillo artístico del momento.
Junto con Julio Torri se revuelcan en la tumba miles de escritores que apostaban por la insinuación, por la elegancia, por la brevedad, pero, sobre todo, que apostaban por la inteligencia del espíritu. Tal vez se necesite un régimen dictatorial, como a finales del siglo XIX, cuando el escritor tenía que emplear todos los recursos del ingenio para filtrar entre las palabras la verdad imprescindible. Soy de la firme creencia que toda la aparente libertad que ahora gozamos tiene como consecuencia directa el letargo  en que la sociedad se ve sumergida, huevonés intelectual del siglo XXI.

Es por eso que, desde el fondo del pozo, insto a todos a promover el insulto como una de las bellas artes; a que este ejercicio de la mente se erija una vez más y conquiste ese lugar de gloria que en otrora le pertenecía; a provocar un huracán en las cenas de los domingos por medio de cinco palabras bien hiladas; a destruir una vida provocando una incertidumbre, y a filerear ciento de veces al enemigo con una sonrisa y un picahielos de letras. Los insto a todo esto…  Y me disculpo con ustedes por los eventos de hoy por la mañana. Les explicaré: un carro se me cerró y me encontré en cuestión de minutos en una neblina espesa de mentadas de madre y en un baile de putazos con una persona desconocida que no tenía el menor gusto por el arte del insulto. Fue entonces cuando me di cuenta de la más grande de las verdades: en los momentos en los que el buen gusto no tiene cabida no importa saber que a veces el putazo es imprescindible, sino que hay que saber dar putazos. El ojo morado y el labio roto como testigos. 


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