sábado, 21 de marzo de 2009

El CAMINO AL ÉXITO: ROCK BOTTOM

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Seis y medio meses antes era un típico joven preparatoriano, de esos que tienen 22 años y reniegan los beneficios del estudio, idílico a la idea del éxito sin esfuerzo. Sus amigos siempre fueron aquellos que conoció desde su niñez, aquellos que permanecían semestre con semestre reuniéndose en el mismo callejón cicatrizado por el uso continuo de sus pinturas. Eran sus hermanos de vida, por eso ignoró las sabias palabras de su difunta madre y empezó un negocio con ellos. El primer mes fue excitante, se metían madre todo el día y hacían las entregas a altas horas de la noche en zonas residenciales. Los puteros les abrieron cuentas sin tope y les reservaban la mesa frente a la pista, las tetas rondaban como chacales. Todo sana diversión. 


A los dos meses rentaron una casa con alberca -las morras parecían venir incluidas- y la fiesta fue interminable, pero pronto el negocio comenzó a tener números negativos, por lo que fue necesario hacer una revisión de entradas y salidas de la merca. No fue sorpresa que los amigos se estuvieran metiendo más de lo que vendían, así que se los comentó entre la carne asada y los coños de media noche. A la semana no hubo cambio alguno en las finanzas, así que tomó la iniciativa y se llevó a un compa a un congal, de regreso lo mató. Nadie levantó sospechas en contra de él, pero se empezaron a armar para una posible guerra. 


Pronto las finanzas se habían estabilizado, y lo que antes era una banda de compas ahora era un pequeño ejército de cabrones necesitados. Eso no impidió que las muertes continuaran. Todo mundo estaba destrozado, indignado; Quince muertes en tan solo cuatro meses; madres y hermanos desgarrados, funerales con arma en mano. 


A su lado sólo quedaba su mejor amigo, jamás levantó sospecha en contra de él, tanta era su confianza. Pero el compañero, ignorante de lo violento que podía llegar a ser el jefe, una noche de peda le confesó haber ido con su examante a Cancún, fue inevitable que se agarraran a putazos. El último amigo cayó tras el golpe de una botella de bacardi. Lo impresionante fue que nadie en el table vio quien había asesinado al Juanito.


Una vez en su casa, armas en la barda, entró a su cuarto a llorar. Había perdido todo, pero había ganado el miedo necesario para el éxito seguro. De hecho, cuando camina por el centro, la gente lo mira entre encabronada y sorprendida, yo creo que en realidad les intriga bastante que camine como si el mundo se le abriera de patas, como si no pudiera resistirse a su camisa de seda verde, sus zapatos blancos y sus siete cadenas de oro que gritaban su nuevo nombre en siete dijes resplandecientes: Bakacha.

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viernes, 13 de marzo de 2009

CEMENTERIO

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Las visitas siempre llevaron su corazón en la mano, pero hubo momentos en que la concurrencia molestaba a los vecinos, más de un par de veces reportaron los disturbios a las autoridades. 


Todos los días, al meterse el sol, se acercaba a la reja la figura desgarbada, puntiaguda y derrotada de un hombre, los kilos del mundo sobre sus hombros caídos, una llave amarrada a su muñeca con un par de hilos de colores. Lo único constante en su vida era el hitter que lleva en su bolsa izquierda desde los quince, los ojos rojos, la ausencia, la sonrisa estúpida. Aún cuando muchos le perdonaron su filosofía neohippie otros, los más, eran menos generosos cuando pedía resolver un problema entrelazando manos e invocando amor. Esto le costó ataques y burlas de lenguas bífidas (queremos creer que lo hacía consciente de su ceguera hacia la triste verdad de que el mundo perdió esa creencia hace un par de décadas).  


Eran muchos los motivos para escapar, los ahogaba cuando sus filosas manos sujetaban la pipa en la oscuridad, entre los principales: los sueños rotos e inalcanzables. Su largo y descuidado cabello escondía la mayoría de sus facciones, antes sanas, y los pequeños destellos que vencían la mata iluminaban extrañamente su angulosa cara. Nunca procuró para el futuro, después de todo la ausencia espiritual era su justificación para su irresponsabilidad terrenal. Tampoco nadie sabe si era feliz o infeliz, pero su reaccionaria sonrisa parecía de ocultamiento. Ciertamente no parecía molestarle acostarse en el rincón del cuarto, sobre la colchoneta que encontró en la calle, rodeado de cadáveres de cucarachas que no alcanzaron a evacuar el lugar a tiempo, de una veintena de guitarras rotas y desgastadas, muñecas sucias y cercenadas, pelotas, dos dibujos y una foto de hijas olvidadas. Tampoco le molesto llegar ese día a esperar Átropos para que cortara la cuerda de su última guitarra. 


Los vecinos estaban acostumbrados a la peste que salía de la casa, pero les intrigo el silencio, así que levantaron un reporte con las autoridades. 


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