lunes, 19 de agosto de 2013

16vo. Fragmento

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Un resquebrajadura en el silencio fue el detonador para insultos explosivos entre los comensales. A una velocidad mortal, siete parejas se lanzaban municiones verbales. Las damas demostraban los reflejos felinos propios de su raza y apabullaban sigilosamente a sus contrincantes, que yacían descalabrados sin siquiera percatarse. Sobre la mesa sucedía el barullo entre fieros enemigos atados por roles sociales. El mantel ocultaba el recorrido de una mano por una entrepierna estremecida. La mejor actuación velaba la satisfacción proporcionada por las uñas de una predadora lasciva. 

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martes, 13 de agosto de 2013

UNDERWEATHER (o reflexiones de un enfermo)




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Los sueños para mí son inalcanzables. Por lo menos lo son aquellos que trascurren cuando duermes, porque sufro, sí, sufro, de la inaccesibilidad ocasionada por la mañana. Creo que eso explica, en cierta forma, el mal humor que caracteriza todas mis actividades matutinas, cuando me rehúso a aceptar que no hay recuerdos tangibles de los sueños, las pesadillas o las fantasías. Las mañanas para mí son un momento de ebriedad no buscada, de confusión traslúcida, de un deambular entre dos mundos que me rechazan. La tediosa rutina de una vida planeada exacerba las paredes nebulosas de los cuartos por los que me desplazo. Tres veces casi hago explotar el boiler por un pestañeo demasiado prolongado, un trastabilleo inconsciente que jala hacía a la cama desamparada. El baño es un renacer obligado cuando todavía sientes las gotas sonar individualmente sobre tu cara y aparearse en una masa que te cubre y te lava, poco a poco, la vida nocturna. El baño es el primer aviso del abandono de ese lugar que, por lo que sabes, nunca has visitado. El espejo, por otra parte, es una afrenta irremediable, una mentada beligerante que te saca las mentiras por los ojos y te exprime el corazón y el alma con verdades impronunciables. Siete veces he roto un espejo, sé que mi destino está trazado por esas viejas costumbres y lo acepto como acepto que se me haya negado el derecho a los sueños. La niebla se dispersa en la calle y esa claridad invade con una levedad desesperante este hogar donde, de cuando en cuando, me paseo con los nudillos cortados. El olor a café se expande desde el pocillo azul de peltre que reposa en la hornilla prendida. Un suspiro te hace recapacitar sobre las sensaciones terrenales y, al mismo tiempo, te aleja de ese mundo que te está pariendo otra vez por casi once mil veces consecutivas. Y el calor se desliza por la garganta dejando una alegría colombiana en tus entrañas, así comienza el engaño. Tú que eres yo ya no eres el tú de la noche y los ojos cerrados, tú que pudiste ser un héroe o un asesino, un Indiana Jones o un Moriarty. Los ojos abiertos matan. El mundo se precipita con una estruendosa finitud sobre las cosas, conmoviendo los cimientos de la inteligencia. Abandonados por el mundo de lo posible y ante un terreno estéril y perceptiblemente ingrato nos encontramos atrapados con las anteojeras de la duda e incredulidad. No hay escapatoria más que en el tiempo. No hay escondite más que en las conjeturas mismas. Ya no sé si anhelo el regreso a ese otro mundo donde la locura es regla. Me disculpo, estos días nublados que alegran un corazón moribundo me ponen a reflexionar sobre situaciones sin sentido como si estuviera a punto de recibir la visa eterna para ese mundo ajeno, tan anhelado, tan irremediablemente repleto de menos alternativas. La verdad es que sufro de un simple resfriado.



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martes, 6 de agosto de 2013

Antes de las 10

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Ocurrió antes de que se pudiera desprender de la culpa de una noche agitada, llena de oscuridad, mezcales y cerveza. Una noche con tinte místico, colmada de destellos, mujeres de ojos negros y sexo. Abrió los ojos a un mundo que azota con realidades tan puras que llagan profundamente al más curtido. El sueño fue tan nulo que parecía concreto. Las lagañas nunca se formaron. La depredadora estaba ahí, colmada en todos los jugos, perdida en planes macabros que ya no lo incluían. Cruzó por su mente un asesinato. Recogió sigilosamente su ropa esparcida por la sala y escapó, como los cobardes escapan de los grandes acontecimientos. La puerta azotó al compás de las campanas de la iglesia, tallando con fuerza milenaria una culpa inexistente en ese cuerpo destrozado. Eran las siete de la mañana y los transeúntes ya se dirigían con esa prisa inexplicable a sus respectivas jaulas con salario. El sol apenas se asomaba por encima de los edificios, pero aún así obligaba a entrecerrar los párpados, mientras que la vida perforaba con sus gritos matutinos esos oídos demasiados sensibles a lo cotidiano. Huir. Refugiarse. Escapar. Caminaba buscando las sombras que ofrecieran el cobijo más fresco, su piel hervía. Intempestivamente se detuvo en una esquina, sintió que una mirada lo perforaba y giró la cabeza agotado. A lo lejos, con el cabello revuelto y un cigarro en los labios, los ojos negros lo vigilaban, acusando con calma los movimientos, mientras desarrollaba una risa burlona apenas distinguible a la distancia en la comisura de los labios. La respuesta fue apresurar los pasos, poner distancia entre su persona y la noche que lo incriminaba. Pasos seguros a pesar del tambaleo, determinación a pesar de los escalofríos. Cuadras interminables. Agonía. Reposo en los recovecos que ofrecen las ruinas de casas abandonadas. Una mano decidida a rescatar de entre los escombros una colilla de cigarro, y ese momento de alegría al encontrar una buena mitad siendo desgarrado desde las entrañas al percatarse de la ausencia total de fuego. La desesperación, el nudo en la garganta, las lagrimas combatidas con hombría. Mechones de pelo como ofrenda a ese Dios tan injustamente burlón. La prisa que obliga a derrumbarse y gatear y levantarse en un ciclo aparentemente interminable. Por fin, las puertas que se abren para todos con una gentileza hogareña. El reconocimiento de la audiencia. Los ademanes que se saben comprendidos y ordenan en silencio. Ese néctar que besa los labios dulcemente y arde por la garganta mientras recobras, poco a poco, un tantito de vida. Dos vasos que dicen que son de nada y casi te sientes recuperado, absorto en una felicidad privilegiada, con una casi sonrisa en la cara, hasta que en tu pierna sientes deslizar una mano y al girar la cara encuentras esos ojos negros que sabes bien son la muerte, tu muerte. 

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