martes, 25 de noviembre de 2014

Tradición



*  *  *  *


*  *  *  *  *


Se levantó con una mirada silenciosa que la invitaba a seguirlo. Caminó unos cuantos pasos y volteó, insistente. Ella, sumergida en la plática, dudó, pero en seguida su naturaleza curiosa la puso de pie. Utilizó no recuerdo qué pretexto y comenzó a seguir la sombra entre los árboles, alejándose, paso con paso, de la fogata. A medida que avanzaba la curiosidad fue derrocada por el temor y vacilaron sus pies por un segundo; sin embargo, de un costado, una mano tomó su muñeca y en la oscuridad velada por los árboles ella reconoció el brillo de los ojos de Guillermo que, como un ser completamente inocente y seguro, obvió la señal y dejó pasar el momento sólo para dar un pequeño jalón indicándole que lo siguiera. Después, de la espesura abarrotada por las sombras musicales, se abrió un sendero, latigazo de terquedad sobre la tierra. La luna, cómplice, dibujaba los contornos con un azul violáceo. Fueron pocos minutos, pero el canto de los insectos y el crujir de las hojas ante su andar la iban anestesiando. Se preguntaba si faltaba mucho, de los destellos dorados de la fogata ya no se percibía nada, pero una presión leve en su muñeca le indicó que habían llegado, y el sendero se abrió para formar una gota de pasto. El lugar emanaba un sudor a tradiciones milenarias. De las ramas que lo circundaban, colgaban tambaleantes cientos de carrillones, campanas y tabachines, cuyas formas sólo se adivinaban a partir de su singular canto. El metal, la piedra y el vidrio desprendían pequeños destellos lunares cuando tintileaban para unirse a la orquesta nocturna. Guillermo se paró en el centro y contempló las copas negras de los árboles, cerró los ojos y tomó entre sus manos esas otras que temblaban. Un minuto eterno de luz lunar para armarse de un valor innecesario. Finalmente, abrió la boca con el fin de ofrecer su corazón, pero ella, que minutos atrás se hubiera rendido sin chistar, se adelantó y lo arrancó de un tajo de su pecho, sólo para pisarlo indiferentemente antes de volver como nerviosa luciérnaga a luz de la fogata. Él se quedó ahí, una sombra iluminada, roto. 

Sin duda, hay seres que no merecen los misterios de la oscuridad.
 


*  *  *  *  *


*  *  *  *