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Todo pasa en el transcurso de cinco minutos. Lo
primero que ella ve son las suelas de los zapatos en el momento en que él resbala.
El escenario: un banco en día de quincena. Los espectadores: irritantemente
callados. Procedimiento humano: dolor se minimiza, la pena se ponencia. Una costilla
rota y, sin embargo, se para resorteando con una agilidad y fuerza sólo
justificables desde el subconsciente o por alguna herencia mitológica olvidada.
Ella se acerca preocupada, conteniendo la carcajada detrás de una sonrisilla
coqueta. ̶ ¿Estás bien? ̶ Él duda en responder, no sabe qué es más
perturbador, la punzada en su costado o la preocupación de la mujer que todavía
no logra enfocar. Un entrecortado ̶ Sí, gracias ̶ se le escapa. Tambalea y amenaza con azotar
otra vez, pero ella logra tomar su brazo. ̶ ¿Seguro? ̶ Y otra vez el desconcierto, la ternura en el
tacto, y un tímido ̶ Sí, gracias ̶ en el momento en que ella le suelta. Los colores
se empiezan a resincronizar con los objetos, los cuerpos, los rostros. Ve a la
mujer de espaldas, caminando a la salida, escapando, seguramente preocupada por otro asunto más inmediato. El murmullo crece. Ahora se empiezan a escuchar las
burlas, el siseo tan natural del humano. El maletín en el suelo, la gente
mirando fijamente, el guardia de seguridad acercándose, pero él ignora todo por seguir hipnotizado con la estela de la falda roja y la blusa negra. Antes de cruzar la puerta, ella
voltea, todavía con los labios respingados. Él levanta una mano, agradecido, y
con la otra se toma el costado. Un dolor se originó ese día, y no lo dejará jamás.
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