domingo, 28 de noviembre de 2010

LA CRUDA

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La desesperación se apoderaba de él. Sabía que no había remedio inmediato. La boca pastosa expedía ya un olor moribundo que le incrementaba la náusea rápidamente. Intentaba moverse, bajar de la cama, pero cualquier movimiento era una tortura. Era el final. Pronto, el desmadre, el infierno, perros ladrando, gritos madrugadores de personas que van tarde a su trabajo, niños quejándose y berrinchando. Imploras la muerte, la exiges, rezas a todos los pinches dioses que te tienen olvidado, y nada, te tienen olvidado. Piensas en quitarte la vida, lo reflexionas, pero ya está en ese preciso momento tu esposa tocándote el hombro, exigiendo que te levantes,  vistas al más chico de los niños, van a llegar tarde, tienes que bañarte, tienes que ir al banco, al otro banco, al super, al carajo, ¡que te levantes! ¿Quitarte la vida? ¿Cuál pinche vida? La náusea hace que te arquees y sales disparado (como si las fuerzas divinas se hubieran dignado a mirarte) al baño, echas tu ser en la taza y te refugias en la regadera, limpiándote la verdad de tu cuerpo, vas a llegar tarde.

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