martes, 24 de marzo de 2015

El abrevadero de la imaginación



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Yo, parásito universal de la vida, deambulo por los días cuestionando para mis adentros asuntos sin importancia. Como compañera de cartas, mi mala memoria juega burlonamente con los recuerdos imprecisos. Sin embargo, tengo muy presente que la infancia es el lugar donde la imaginación no tiene fronteras. Recuerdo, a lo lejos, y casi en un color sepia, que me solía perder en los rostros que se formaban en las vetas de la puerta de madera del baño de la casa de mis padres. Rostros de sultanes y ogros, brujas y hadas, asesinos y madrastas, que estaban ahí, certeros, indicando con cada arruga de su semblante una parte significativa de su historia. Recuerdo que por las noches, en el cuarto que compartía con mis hermanos, el faro de la acera de enfrente filtraba por las comisuras de la ventana una luz mortecina que hacía que el tirol del techo esbozara terroríficas escenas. Recuerdo esconder la mirada bajo la cobija y pensar que corría por entre las plantas de tomate en el rancho que mi madre me dijo que alguna vez tuvo el abuelo. También solía ver los caballos que, según, recibimos de obsequio, el mío era un alazán con una mancha blanca en la frente. Recuerdo, vagamente, el crispar de la piel cuando tenía que ir al baño en la madrugada y el reflejo nocturno de algún vidrio me impedía vislumbrar del otro lado a algún posible y burdo atacante. Dormía, es claro el motivo, con una navaja de bolsillo bajo la almohada -siempre pensé que mi hermano menor tenía mejor temple para usarla, ahora ya no sé, he cambiado-.
Mucho antes, apenas en el comienzo de la cordura, solía construir casas de lodo, madera y piedras en los recovecos del patio para que las criaturas que ahí vivían tuvieran un hogar apropiado, si ya no existen estos seres es porque éstas se derrumbaron. Mi padre, espécimen raro entre los humanos, fomentaba las inquietudes creativas y surrealistas de esta etapa tempranera con una pila de pedazos de madera y unos clavos. Mamá se preocupaba por los dedos hinchados y por las lágrimas inevitables, lo cual sin duda fue frecuente y provocó más de un desacuerdo  pero, al final, ambos se reconfortaban al ver las sonrisas que provocaban los castillos, las fortalezas y las carreteras de 10 pisos para los carros que eran fichas de refresco oxidadas. Entre los destellos que me deja entrever la memoria, rodeado de pellizcos a estos cachetes que no disminuyen de tamaño, recuerdo que había casas que olían a huevo y otras que tenían los elementos necesarios para que los Grimm las describieran en sus páginas. Había una casa, entre todas éstas, casi tan vieja como la dueña, que tenía pasillos estrechos e interminables, oscuros y húmedos, con muebles de madera heredados por generaciones. En el corredor principal había un tocador cuyo espejo estaba decorado con rostros tan angelicales que en la penumbra daban miedo –todo lo bueno a media luz se pone en sospecha y todo ahí se encontraba entre sombras–; múltiples mesas de café, provistas de figurillas de porcelana de los temas más variados (payasos, bailarinas, campesinos); decenas de sillas y bancos que servían para todo excepto para tomar descanso; espejos desteñidos y amarillentos reflejaban los ojos sin vida de los retratos colgados; las pesadas cortinas se desplomaban hasta el suelo y emanaban un polvillo fino y alérgico; al fondo, como pieza principal, se encontraba una silla con un respaldo de un metro, de bordes rectos, como aquellas en las que electrocutan a los presos en las películas. Casi no recuerdo nada de esa casa, porque todo me daba miedo. No obstante, fueron los privilegios de la inocencia los que me permitieron creer  con fervor en el hombre misterioso, posible asesino y ladrón, que nos asustaba en casa de la abuela y que me recordaba en cierto sentido al personaje principal de una de las historietas que solía comprar llamada Fantomas. El perpetrador resultó ser una estrategia de castigo improvisada por el ingenio femenino que nos cuidaba por las tardes. “Juego de manos es de villanos, cálmense o va a venir el hombre de la capa”, se oía desde el fondo de la casona con una voz dulce pero firme. Después, con los años, los primeros involucrados admitieron que toda esa historia (que mis tíos ya habían relacionado con un hombre que cortejaba a una tía abuela de alto linaje, con un amorío no consumado, un engaño, una decepción y con la historia del tesoro lapidado en las paredes del baño)  se originó  en verdad sólo por una combinación que incluía una cortina movida descaradamente por el viento, la noche y el miedo que todo lo desconocido produce en unos ojos poco preparados. Los años y la experiencia son asesinos naturales de los sueños.
¿Quién no imaginaba una historia de proporciones descomunales con el simple aleteo de una hoja de árbol, o con la silueta de éste, o de una nube, o de las formas irregulares de los mosaicos que se desplegaban bajo las suelas de los zapatos? Todos los sentidos estaban en disposición absoluta de la imaginación. Sin embargo, crecer cada vez requiere menos años y este privilegio muere poco a poco cuando llega la pubertad y los objetivos son más carnales, más prácticos. Ya no se construyen horizontes con cascadas interminables y montañas coronadas por míticas criaturas; en cambio, se esbozan curvas blancas, muslos cálidos, bocas rojas y sensuales. Ya no se trepan árboles interminables y se plática con seres extraños de fisonomía inclasificada; se erigen planes y estrategias soporíferas, por verdaderas. La selva interminable de la infancia se comienza a talar para dar paso al pastoreo y el cultivo agrario. Una pérdida infranqueable, debo decir. Es por eso que de los adultos, los más extraños son aquellos que pueden viajar sin boleto y sin reservación, a cualquier lado y en cualquier momento, con un solo pestañeo de la mente. Hay otros, distribuidos con cierta escasez en el globo, que disimulan una normalidad ajena, probada y aprobada, para no desplazarse mucho tiempo del espacio que ocupa su cuerpo; viven, tristemente, negando el privilegio que gozan. Más comunes, son aquellos seres explotados que trabajan día y noche tras los rastros de otros exploradores, empecinados con una ruta que creen viable, armados con picos y palas y machetes; hay quien carga brújula, hay quien lleva mapa, hay quien confía en las estrellas y aquellos que se salen del sendero a propósito; su escualidez, en muchos sentidos, no niega su espíritu aventurero. El resto vive de las migajas que estos últimos producen; son, por desgracia, los más comunes y van por la vida anhelando cosas ajenas, soñando casas vistas en televisión, buscando príncipes azules, gallardos y sinceros que montan Ferraris, y princesas de vestido rosa, con el himen intacto y la gracia incuestionable, que se promocionan en los canales nacionales; son los carroñeros de la imaginación.  Hoy en día, lamentablemente, hemos logrado alejarnos hacia una pantalla dictadora de emociones. Fantasías reales, les llaman los cibernautas; barrotes especializados, les llamo yo. La fuga es cada vez más improbable. El método se hace cada vez menos accesible. Las ganas casi nulas. La infancia, espacio protegido, fue puesta descarnadamente a la venta, y hoy se puede apostar con ventaja a que no hay salvación.





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