martes, 14 de enero de 2014

De ejecuciones

*  *  *  *
*  *  *  *  *

Debo creer que no estoy solo cuando digo que en estos tiempos de muertes insignificantes y tumultuarias, de asesinatos al aire libre y sin penalización, estamos acosados constantemente desde todos los frentes por una publicidad que vende la loca idea de las ejecuciones con dignidad. Por eso no es de extrañar que lo que hace algunos años veías en la pantalla grande en la escena final de Braveheart ahora se haya deformado exponencialmente y haya borrado a su paso todos los matices de un acto tan bestial. William Wallace aúlla un grito en un escena final: "freedom!", grito que se prolonga el tiempo necesario para que toda las pieles de la audiencia se pongan su traje oriental. Después de ganar varios premios y ser una de las producciones más exitosas de finales del siglo XX, Gibson, productor, director y actor de esta película, encontró en la ejecución una idea multimillonaria. Al sentido patriota ya muy explotado, el querido y antisemita Mel, agregó las historias en idioma "original" de Chisus y de un Maya en aprietos, consolidando así su lugar a la punta de la pirámide de una industria en decadencia.
     La ejecución desde el punto de vista hollywoodense siempre ha tenido algo de heroico. Pero en estos días, por estos lugares donde las reflexiones estúpidas como la mía no encuentran más sentido que en comparación con esas otras ejecuciones tan públicas como anónimas, tan llamativas como indiferentes, no cabe duda que la idea comienza a recobrar su matiz de sordidez. Sobre todo por el contraste entre estos dos tipos de ejecución, que esencialmente son el mismo, pero con una audiencia diferente. Si el héroe de Hollywood recibe desde la multitud gritos cómplices y plegarias interminables, acompañadas de ojos perfectamente acuosos que arañan empatía sobre cualquier audencia, el otro, el desconocido que pendulea bajo un puente con el alba pegando sobre su espalda provoca horror sobre aquellos que logran distinguir la silueta. Las plegarias no están presentes entonces, salvo, tal vez, en algún cuarto lejano donde algún familiar preocupado ruega a todos los santos por el regreso de ese ser inidentificable. El olvido social es inmediato y, sin embargo, la violencia se palpa en el aire y se expande contaminando de inseguridad a los transeúntes. Del cine sales aliviado, contento del final catártico del héroe, acá te asaltan las ganas de un baño caliente que limpie la suciedad de la que te niegas a ser testigo. Los finales espectaculares de las películas se discuten con enérgica alegría en las reuniones, mientras que los otros se escapan en susurros morbosos que libran batalla para ser callados. 
     La incertidumbre sólo aplica en películas de directores con nombres impronunciables, acá la incertidumbre es contagiosa. La duda asalta las mentes y las desequilibra, las transmuta en algo irreconocible de tan ordinario. Vivir con miedo llega a ser una norma pues los seudoartistas de la ejecución se toman la competencia muy en serio. Se traspapelan los roles de una producción hollywoodense a las calles, la escenografía es esencial para llamar la atención del público. La mutilación pasó de ser algo despreocupado a ser algo tan intencionalmente macabro que apabulla hasta a los forenses más experimentados. La ejecución ya no se trata de la muerte misma, si no de la capacidad para hacer sufrir al humano, ya está desnuda totalmente de todo sentido dignificante y queda, ahí, sola, en un altar autoconfeccionado de restos. Los cuerpos cargan pruebas irrefutables de una muerte lenta y miserable, completamente saturada de humillación, que no se compara en absoluto con los tres minutos de gritos censurados que aparecen en cualquier pantalla. Sin embargo, al final, el resultado siempre es el mismo en cualquier ejecución -ficcional o no-. No hay prueba más absoluta de una decadencia humana si hemos de vestirla son los trapos sucios de una dignidad olvidada.




*  *  *  *  *
*  *  *  *


No hay comentarios: