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Perder la razón sirve para
atender los asuntos más banales. Amar sin tener en cuenta las consecuencias de
tan irrazonable movimiento. Tres estacas de acero sobre el pecho de los amantes
taciturnos. Hay constelaciones que reflejan su luz sobre el pavimento de las
ciudades incendiadas. La piel sobre la que escribo se sacude la tinta por la
mañana. Las alimañas de la noche son testigos poco fiables. No hay palabra que
escape por los labios que no venga impregnada con algo de mentira. Querer ser
perro para que alguien te acaricie, patee o abandone. Los años no justifican
nada. La memoria se para sobre el alfiler de un presente inestable. La duda es
una muerte pequeña, constante, que se cuela por la ventanilla de los indicios erigidos
por detectives que no distinguen entre un compas y una escuadra. Los silbidos
bajo la ventana son coqueteos de un elegante pasado. Unos árboles cobijando promesas que
comenzaron con un beso. Las tiras de pintura se resbalan por las paredes con
algo de tristeza. Los colores que chocan con el cielo se impregnan en el
recuerdo. Hay personas separadas por el abismo de una almohada. Una horda de
niños jugando a ser adultos, ejemplarmente, anda suelta por las calles. Las más peligrosas son las notas altisonantes que casan con palabras ambiguas, las cazas arrepentido, sin éxito. Siempre existe el problema de no tener
nada que decir. La inteligencia no es para uso humano. El remordimiento de los
días como sanguijuelas en el cuello. Hay que matar las ideas propias antes de
que desarrollen como amenaza. La furia es mejor añejarla; el amor es mejor no
cultivarlo; la decepción es siempre la única certeza.
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