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Dos cuerpos inmóviles se
refugian en silencio tras las cobijas sanjuaneras, temerosos del aire que se
desplaza, amenazante, acuchillando todo lo que se encuentra. Un par de ojos
fijos al techo de lámina sólo adivinan otro par imitando, cómplice, tan inevitable acción. Podrían perderse en el sueño a un lugar más placentero, pero los cuerpos vibrantes se aferran a este suplicio incombatible que
azota con nombre de niño alguna costa lejana. Los labios deslavan el rojo
coraje y se mueren poquito a poco decepcionados, secos de esperanza. Los
minutos se alargan en horas imperceptibles, ajeno este hueco al mundo
sigloveintuinero que se mueve ignorante de lo que ocurre tras esas paredes
frigoríficas y letales. Un esfuerzo descomunal encuentra las manos que se abrazan
con una energía tierna y ya casi fría. Las torres de humo que empañaban las
ventanas de sus almas descienden por una escalera letánica al espacio de lo
imperceptible. Alea iacta est.
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