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Las aves salen a regañadientes de las copas de los árboles, combatiendo una brisa fría cobijada por unas nubes tristes y apagadas que esconden la promesa del sol. En las islas de los camellones se esconden los perros callejeros que, ahí, temblorosos, admiran con celos a sus pares correr y brincar sobre los charcos con la alegría y la seguridad de que sus amos los secarán al regresar a un cálido hogar. Los choques se acumulan en las calles porque la gente ignora que la lluvia es un mar desbordándose y no muestra el respeto milenario que el fenómeno se ha ganado. Los que pueden se resguardan, están acostumbrados a una vida turbia ajena de las bellezas sombrías que proporcionan los grises matices de un viernes nublado.
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