martes, 6 de agosto de 2013

Antes de las 10

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Ocurrió antes de que se pudiera desprender de la culpa de una noche agitada, llena de oscuridad, mezcales y cerveza. Una noche con tinte místico, colmada de destellos, mujeres de ojos negros y sexo. Abrió los ojos a un mundo que azota con realidades tan puras que llagan profundamente al más curtido. El sueño fue tan nulo que parecía concreto. Las lagañas nunca se formaron. La depredadora estaba ahí, colmada en todos los jugos, perdida en planes macabros que ya no lo incluían. Cruzó por su mente un asesinato. Recogió sigilosamente su ropa esparcida por la sala y escapó, como los cobardes escapan de los grandes acontecimientos. La puerta azotó al compás de las campanas de la iglesia, tallando con fuerza milenaria una culpa inexistente en ese cuerpo destrozado. Eran las siete de la mañana y los transeúntes ya se dirigían con esa prisa inexplicable a sus respectivas jaulas con salario. El sol apenas se asomaba por encima de los edificios, pero aún así obligaba a entrecerrar los párpados, mientras que la vida perforaba con sus gritos matutinos esos oídos demasiados sensibles a lo cotidiano. Huir. Refugiarse. Escapar. Caminaba buscando las sombras que ofrecieran el cobijo más fresco, su piel hervía. Intempestivamente se detuvo en una esquina, sintió que una mirada lo perforaba y giró la cabeza agotado. A lo lejos, con el cabello revuelto y un cigarro en los labios, los ojos negros lo vigilaban, acusando con calma los movimientos, mientras desarrollaba una risa burlona apenas distinguible a la distancia en la comisura de los labios. La respuesta fue apresurar los pasos, poner distancia entre su persona y la noche que lo incriminaba. Pasos seguros a pesar del tambaleo, determinación a pesar de los escalofríos. Cuadras interminables. Agonía. Reposo en los recovecos que ofrecen las ruinas de casas abandonadas. Una mano decidida a rescatar de entre los escombros una colilla de cigarro, y ese momento de alegría al encontrar una buena mitad siendo desgarrado desde las entrañas al percatarse de la ausencia total de fuego. La desesperación, el nudo en la garganta, las lagrimas combatidas con hombría. Mechones de pelo como ofrenda a ese Dios tan injustamente burlón. La prisa que obliga a derrumbarse y gatear y levantarse en un ciclo aparentemente interminable. Por fin, las puertas que se abren para todos con una gentileza hogareña. El reconocimiento de la audiencia. Los ademanes que se saben comprendidos y ordenan en silencio. Ese néctar que besa los labios dulcemente y arde por la garganta mientras recobras, poco a poco, un tantito de vida. Dos vasos que dicen que son de nada y casi te sientes recuperado, absorto en una felicidad privilegiada, con una casi sonrisa en la cara, hasta que en tu pierna sientes deslizar una mano y al girar la cara encuentras esos ojos negros que sabes bien son la muerte, tu muerte. 

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