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Todos anhelan estar en
el escenario, ser protagonistas de su propia tragedia, o comedia, según sea su
esencia. Muchos pasan de largo ese lugar donde se cortan las líneas de coca y
se abusa de las coristas entre vestidos de lentejuela y adornos de chaquira, ese
lugar de transición donde todo realmente sucede. Ese espacio que es una mentira,
porque nos hemos empeñado en ocultarlo de los ojos de un público desagradecido,
es el lugar donde eres el personaje que anhelas. Yo me quedé y construí una
cantina, donde el humo lo abarca todo y lo que se dice viene sin decoraciones y
rodeos, donde la barra está llena y la música se toca eternamente con coros sin
sincronía de compañeros de guerra. Me perdería por completo si no es porque una
persona se asoma cada cierto tiempo y, cauteloso, se desliza a mi lado para
decir con una voz monótamente temblorosa: “Ernesto, el público está ansioso, te
esperan”. Supongo que el silencio entre la bocanada y el trago dice todo. El
invasor se va derrotado. Me quedo así los días y las noches, sentado en la barra.
Percibo a alguien extender unas líneas de coca en una mesa lejana, otros queman
un porro y ríen con risas infantiles, los muchos disfrutan un whisky o una cerveza
o un mezcal o un curado cobijados por el humo del olvido. Allá afuera se escuchan
ovaciones lejanas y, suspendidos, los halagos y los aplausos. Una sonrisa en mi
alma me tranquiliza, sé bien que estoy en el lugar correcto.
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