lunes, 11 de julio de 2011

OCTAVO FRAGMENTO

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La mayoría cobijaba sus sentimientos con sofisticados lentes de sol. Los menos afortunados estaban desnudos ante ese público que escrudiñaba sigilosamente las lágrimas expuestas, la pena revelada, la gracia perdida y las humildes ropas de borracho de cantina. Su imagen contrastaba con la monotonía perfectamente cuidada de esas personas que de vez en cuando se abrazaban y emitían alaridos exagerados por el muertito. El reproche rondaba en el aire y superaba con creces a la pena, a la angustia, a la muerte. Coronas de flores se apostaban a los alrededores, los nombres de familias resaltaban con importancia de reclamo el lugar en la vida del desafortunado. La familia se tomó la molestia de contratar a un literato para que escribiera un discurso de lo más emotivo. Como siempre resulta ser, la esposa todavía se tomó el privilegio de aventarle un último puño de tierra, que fue asistido de rosas sin espinas, flores amarillas y coronas improvisadas. Un montículo de muerte se posó sobre el muerto. Los rostros se fueron esfumando, uno a uno, tras sus lentes. Estoicos, los humildes, los borrachos, los amigos, esperaron hasta al final repeliendo ese natural desprecio de la gente afortunada. Solos lloraron en silencio, solos abrieron botellas de alcohol corriente y solos rociaron entre esas flores falsas y hermosas ese liquido tan preciado para ellos. Solos demostraron su cariño y su respeto.

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