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Fue la noche en que él se quitó por primera vez los calcetines. Ella lo notó. Fue inolvidable.
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Transitando la carretera cibernética, después de andar por autopistas de cuota y grandes caminos citadinos, decidí comenzar mi pedacito de terracería, un lugar que –como buen proyecto mexicano- tardará años en ser un camino transitable. Los baches, las grietas y bordes será, me temo, lo más frecuente en este lugar al que he llamado Pedacería. Espero que estos contratiempos no sean motivo para abandonar el camino, después de todo –terracería o no- los caminos son para transitarse.
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Fue la noche en que él se quitó por primera vez los calcetines. Ella lo notó. Fue inolvidable.
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Entre destellos de luz la resignación parecía ser la única salida. El bajar las manos desencadenó una explosión de rabia que la dejó felizmente inconsciente. Derrotado, se dedicó a decorarle el cuerpo con colores pasionales. Cualquier jurado hubiera premiado la composición final, el detalle del cuadro era impresionante: ella, hermosa, yacía entre las sabanas como elemento secundario; él, soberbio, temblaba sus pinceles chorreantes de tinta violácea.
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No había nada más expresivo en el cuarto que los ojos que se escapaban en destellos detrás del sillón. No se puede nunca descifrar la mirada de un perro, pero se puede envidiar, en un acto de humildad imposible para la mayoría de las personas.
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En el rincón del cuarto, cobijada gentilmente por la penumbra del alba, se encuentra estática, sublime, hermosa, perfecta, una pierna. Su soledad lo dice todo.
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