miércoles, 19 de agosto de 2015

Going the distance... and hit the wall





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Yo soy un caso particular en esto de las relaciones a distancia. Duré algún tiempo en Estados Unidos, saliendo de la prepa, cuando tenía toda la leche en proceso de entrega express, con una novia mexicana. Cuando regresé, no regresé a su lado, sino que fui a otro estado y regresaba para estar con ella todos los fines de semana. Los sacrificios, a lo lejos, no parecen nada. En ese entonces, cada fin me dedicaba a buscar aventón a la orilla del asfalto hirviendo, para treparme en las cajas de camionetas o en las cabinas de los camiones. Conocí  mucha gente así, y me contaron historias encabronadamente fenomenales. Sobre todo los camioneros, que mejor que nadie saben de las relaciones a distancia. Ellos, casi todos hombres de fe, drogadictos y maldicientes, profesaban un amor eterno por su esposa, madre de sus múltiples hijos, de quienes muchas veces tenían fotos sonrientes colgando de las paredes de ese hogar temporal que se desplaza y se aleja. Pero antes de escuchar esas historias, apenas subía al camión, guardaban silencio. Más de uno dejó pasar media hora antes de abrir la boca, y cuando lo hicieron fue para mostrar un cuchillo o una pistola que llevaban oculta en el regazo, porque, aclaraban, temían por su seguridad. Yo, de 21 años, cuando me enseñaban las armas, sentía como se me salía poquita mierda. Después de que confirmaban que yo no era una amenaza, de ningún tipo, y que sólo quería llegar a mi destino, ya fuera para ver a mi morra o para regresar a terminar la carrera, comenzaban a hablar, casi todos con una libertad que sólo se les concede a los cantineros y compañeros efímeros de las cantinas. Me invitaban cualquiera de las chingaderas que se iban metiendo, les decía que no, que lo mío era el pomo; se paraban por unas cervezas, en el mejor de los casos, o me ignoraban, la mayoría de las veces. Ahí, supe que los matrimonios eran exitosos por tres cosas: porque ganaban un chingo de dinero, porque no estaban casi nunca en casa y porque todos tenían dos o tres morras steady en el camino. Dije, pues así, quién chingados no. Efectivamente, la mayoría tenía varias familias, y a todas las mantenían, cómo, no sé realmente, el ingreso de un trailero debe tener sus límites. Eso sí, cuando les preguntaba todos respondían que su esposa era la chida, que eso decía la iglesia y su puta madre. O sea, las otras: se chingan. Si hay que llevar a alguien a los quince años, a la boda del primo, de vacaciones, tiene que ser a la esposa, con un chingo de fotos y un chingo de cheves y un chingo de amor por todos lados.
               Lo que los traileros han descifrado satisfactoriamente, queda en duda para el resto de los mortales, que viven como en esa película de Drew Barrymore y Justin Long, pensando que no se puede llevar el día a día sin saber que esa otra mitad de naranja cubierta de cursilería te está esperando en casa. Así, las relaciones a distancia, se han llenado de un cierto halo de decepción y desesperanza. Son fuente de los más feroces ataques de celos y comúnmente son la principal causa para que dos personas que se quieren y se importan se separen. Los que viven por las reglas sagradas de las relaciones, fidelidad, compromiso y la chingada, son los primeros en desistir, porque la duda, cabrona enfermedad que se trepa por cualquier comisura del inconsciente, suele destruir desde los cimientos cualquier edificio de confianza.

               Por eso, no es de extrañar un fenómeno cada vez más prolífico, las relaciones a distancia, pero sin el viaje. Puta madre, lo dije. Sí, las relaciones que presentan todos los síntomas de la separación espacial sin sufrir de ésta. Y así, sí está cabrón aun para los traileros (cómo carajos podrían tener a dos o tres familias viviendo en la misma privada, ignorando, aunque suponiendo, la existencia entre ellas). Estas relaciones a distancia, surgen por el modo desatado de vida que estos días exige, las largas jornadas de trabajo, la inevitable relación con los compañeros de la empresa, la independencia ganada de cada persona. Todo, todo se acumula en una torre que está destinada al despeñadero. Y qué aprendemos, nada. La puta madre nada, relaciones que se rompen por aquí y por allá a cada rato. Lo bueno de una verdadera relación a distancia, es que uno sabe del mal augurio desde un principio, se sabe el fracaso desde la primera despedida. Los que se resisten a esto son los que sufren, los que asumen la fatalidad la llevan más tranquila. Los que sobrellevan relaciones inmóviles, por otro lado, no saben justificar su miseria. Aunque es fácil, les falta o ganar un chingo de dinero o tener múltiples affaires discretos o emprender furtivamente otra distracción que lubrique esa relación tan significativa e importante. Porque, no nos hagamos pendejos, de todas las especies nos somos la más brillante, tal vez seamos la única que encuentra el gozo en la miseria. Y por qué no, si en una pila tristeza encontramos una chispa de felicidad, hay que aprender cómo compensar la energía pérdida en la búsqueda de alguna manera.  






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