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Yo, parásito universal de la vida, deambulo por los días cuestionando
para mis adentros asuntos sin importancia. Como compañera de cartas, mi mala
memoria juega burlonamente con los recuerdos imprecisos. Sin embargo, tengo muy
presente que la infancia es el lugar donde la imaginación no tiene fronteras. Recuerdo,
a lo lejos, y casi en un color sepia, que me solía perder en los rostros que se
formaban en las vetas de la puerta de madera del baño de la casa de mis padres.
Rostros de sultanes y ogros, brujas y hadas, asesinos y madrastas, que estaban
ahí, certeros, indicando con cada arruga de su semblante una parte significativa
de su historia. Recuerdo que por las noches, en el cuarto que compartía con mis
hermanos, el faro de la acera de enfrente filtraba por las comisuras de la
ventana una luz mortecina que hacía que el tirol del techo esbozara terroríficas
escenas. Recuerdo esconder la mirada bajo la cobija y pensar que corría por
entre las plantas de tomate en el rancho que mi madre me dijo que alguna vez
tuvo el abuelo. También solía ver los caballos que, según, recibimos
de obsequio, el mío era un alazán con una mancha blanca en la frente. Recuerdo,
vagamente, el crispar de la piel cuando tenía que ir al baño en la madrugada y
el reflejo nocturno de algún vidrio me impedía vislumbrar del otro lado a algún
posible y burdo atacante. Dormía, es claro el motivo, con una navaja de
bolsillo bajo la almohada -siempre pensé que mi hermano menor tenía mejor
temple para usarla, ahora ya no sé, he cambiado-.
Mucho antes, apenas en el
comienzo de la cordura, solía construir casas de lodo, madera y piedras en los
recovecos del patio para que las criaturas que ahí vivían tuvieran un hogar
apropiado, si ya no existen estos seres es porque éstas se derrumbaron. Mi
padre, espécimen raro entre los humanos, fomentaba las inquietudes creativas y
surrealistas de esta etapa tempranera con una pila de pedazos de madera y unos
clavos. Mamá se preocupaba por los dedos hinchados y por las lágrimas inevitables,
lo cual sin duda fue frecuente y provocó más de un desacuerdo pero, al final, ambos se reconfortaban al ver
las sonrisas que provocaban los castillos, las fortalezas y las carreteras de
10 pisos para los carros que eran fichas de refresco oxidadas. Entre los
destellos que me deja entrever la memoria, rodeado de pellizcos a estos
cachetes que no disminuyen de tamaño, recuerdo que había casas que olían a
huevo y otras que tenían los elementos necesarios para que los Grimm las describieran
en sus páginas. Había una casa, entre todas éstas, casi tan vieja como la
dueña, que tenía pasillos estrechos e interminables, oscuros y húmedos, con
muebles de madera heredados por generaciones. En el corredor principal había un
tocador cuyo espejo estaba decorado con rostros tan angelicales que en la
penumbra daban miedo –todo lo bueno a media luz se pone en sospecha y todo ahí
se encontraba entre sombras–; múltiples mesas de café, provistas de figurillas
de porcelana de los temas más variados (payasos, bailarinas, campesinos); decenas
de sillas y bancos que servían para todo excepto para tomar descanso; espejos
desteñidos y amarillentos reflejaban los ojos sin vida de los retratos
colgados; las pesadas cortinas se desplomaban hasta el suelo y emanaban un
polvillo fino y alérgico; al fondo, como pieza principal, se encontraba una
silla con un respaldo de un metro, de bordes rectos, como aquellas en las que
electrocutan a los presos en las películas. Casi no recuerdo nada de esa casa,
porque todo me daba miedo. No obstante, fueron los privilegios de la inocencia los
que me permitieron creer con fervor en el
hombre misterioso, posible asesino y ladrón, que nos asustaba en casa de la
abuela y que me recordaba en cierto sentido al personaje principal de una de
las historietas que solía comprar llamada Fantomas.
El perpetrador resultó ser una estrategia de castigo improvisada por el ingenio
femenino que nos cuidaba por las tardes. “Juego de manos es de villanos,
cálmense o va a venir el hombre de la capa”, se oía desde el fondo de la casona
con una voz dulce pero firme. Después, con los años, los primeros involucrados
admitieron que toda esa historia (que mis tíos ya habían relacionado con un
hombre que cortejaba a una tía abuela de alto linaje, con un amorío no consumado,
un engaño, una decepción y con la historia del tesoro lapidado en las paredes
del baño) se originó en verdad sólo por una combinación que incluía
una cortina movida descaradamente por el viento, la noche y el miedo que todo
lo desconocido produce en unos ojos poco preparados. Los años y la experiencia
son asesinos naturales de los sueños.
¿Quién no imaginaba una
historia de proporciones descomunales con el simple aleteo de una hoja de
árbol, o con la silueta de éste, o de una nube, o de las formas irregulares de
los mosaicos que se desplegaban bajo las suelas de los zapatos? Todos los
sentidos estaban en disposición absoluta de la imaginación. Sin embargo, crecer
cada vez requiere menos años y este privilegio muere poco a poco cuando llega la
pubertad y los objetivos son más carnales, más prácticos. Ya no se construyen
horizontes con cascadas interminables y montañas coronadas por míticas
criaturas; en cambio, se esbozan curvas blancas, muslos cálidos, bocas rojas y
sensuales. Ya no se trepan árboles interminables y se plática con seres
extraños de fisonomía inclasificada; se erigen planes y estrategias soporíferas,
por verdaderas. La selva interminable de la infancia se comienza a talar para
dar paso al pastoreo y el cultivo agrario. Una pérdida infranqueable, debo
decir. Es por eso que de los adultos, los más extraños son aquellos que pueden
viajar sin boleto y sin reservación, a cualquier lado y en cualquier momento,
con un solo pestañeo de la mente. Hay otros, distribuidos con cierta escasez en
el globo, que disimulan una normalidad ajena, probada y aprobada, para no
desplazarse mucho tiempo del espacio que ocupa su cuerpo; viven, tristemente,
negando el privilegio que gozan. Más comunes, son aquellos seres explotados que
trabajan día y noche tras los rastros de otros exploradores, empecinados con
una ruta que creen viable, armados con picos y palas y machetes; hay quien
carga brújula, hay quien lleva mapa, hay quien confía en las estrellas y
aquellos que se salen del sendero a propósito; su escualidez, en muchos
sentidos, no niega su espíritu aventurero. El resto vive de las migajas que
estos últimos producen; son, por desgracia, los más comunes y van por la vida
anhelando cosas ajenas, soñando casas vistas en televisión, buscando príncipes azules,
gallardos y sinceros que montan Ferraris, y princesas de vestido rosa, con el
himen intacto y la gracia incuestionable, que se promocionan en los canales
nacionales; son los carroñeros de la imaginación. Hoy en día, lamentablemente, hemos logrado alejarnos
hacia una pantalla dictadora de emociones. Fantasías reales, les llaman los
cibernautas; barrotes especializados, les llamo yo. La fuga es cada vez más
improbable. El método se hace cada vez menos accesible. Las ganas casi nulas. La
infancia, espacio protegido, fue puesta descarnadamente a la venta, y hoy se
puede apostar con ventaja a que no hay salvación.
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