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Recuerdo a una figura desgarbada, por las tardes, aspirar una cobija o un suéter, como lo hacía un compañero de la universidad, cuando su novia había partido para Europa, y ver el quebrar de sus ojos por nostalgia. También tengo presente los frijoles, con ese sabor de rancho inconfundible, acompañados por tortillas tostadas y un queso fresco que a mi madre llevaban siempre al pueblo de su infancia, lugar mágico donde las risas y la platica comenzaban en el desayuno y se iban desplegando durante el día en un diálogo natural y armónico hasta que terminaban, rodeando una fogata, coronadas por un cielo inconfundible del desierto. Hay olores que son la única llave para transportar a algunos tiempos recónditos, que se refugian en los recovecos de la memoria de manera truculenta, mejores o peores, y son parte integra y definitoria de las personalidades. Yo, tengo presente el aroma del primer beso que di, bajo un par de laureles, en una calle donde los criminales seguramente hacían sus mejores atracos y donde los jóvenes, valientemente inexpertos, se atrevían a abrirse el pecho con su cuerpo; de todos los olores éste es mi preferido, también es la razón por la que maté a estos pendejos, oficial, porque ellos no tienen derecho a robar los recuerdos, a mí realmente qué chingados me importa que los árboles no dejen ver el letrero de su negocio, no deberían haberlos tumbado; usted me entiende, ¿verdad?
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