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Pedir disculpas siempre
ha sido difícil para mí. La idea de retractar alguna de mis acciones me aterra,
no por miedo, si no por las implicaciones que conlleva la admisión de culpa.
Pareciera ser que, para el ojo poco atento, al pedir disculpas no puede haber
repercusión alguna, que sólo hay un escenario donde se confirma el rechazo o
bien el perdón se otorga y la felicidad se alcanza. La primera opción, sencilla
y tajante, suele ocurrir pocas veces debido a los principios sobre los cuales fuimos
educados; la segunda, el perdón, es la más común y, por lo tanto, la más
complicada de desentrañar. El perdón, visto de lejos, parece una acción que
absuelve todo “pecado” cometido. Es borrón y cuenta nueva tanto para el ofensor
como para el ofendido, pero si te acercas un poco toda absolución tiene sus
matices, sobre todo cuando se da en el marco de una relación amorosa, tal vez
porque el amor es, sin duda, una de las construcciones ficcionales más
elaboradas del mundo. Pedir disculpas a
tu pareja llega a ser un acto heroico o bien sucede con tanta frecuencia que la
acción es desnudada de su sentido. En este terreno escabroso es donde se tiene
que tener mayor cuidado, puesto que el ofensor queda vulnerable por algunos
segundos, segundos suficientes para que el ofendido pueda asestar, con una
frase cuchillenta, una tajante frase a la yugular que incapacitará
indefinidamente a aquel que intenta redimirse.
Esto escapa, en la mayoría de los casos, a los hombrecillos en ciernes que ven en la disculpa
una oportunidad para abrirse “el camino” para el corazón [corazón porque la
palabra que debería ir aquí, por más verdadera que sea, generalmente ofende] de
ellas. Por ellos, personas de poca determinación, es que se ha ido
desarrollando durante ya muchos siglos un sistema de disculpas bastante
intrincando, no obstante, basado en un principio bastante sencillo al parecer:
depende la cagada es el tamaño de la disculpa [regalo] que se ofrece. No falta
quien haya cometido tal crimen que crea que para encontrar de nuevo la simpatía
de su pareja es necesario elaborar una de esas propuestas matrimoniales tan ridículamente
melosas que aturden hasta a los Ositos Cariñositos, estos son casos extremos,
los que se avientan la soga al cuello. Otros, aludiendo a la practicidad del
nuevo siglo, obsequian objetos útiles y, depende de la cagada, caros, como
autos, teles, celulares [artefacto que, en primer lugar, los metió en el
problema]. Muchos se quieren resarcir llevando a su pareja a un restaurant
elegante, su poca imaginación le impide prever lo que será una escena por demás
deplorable, similar sólo a la de un cachorro lastimado bajo la lluvia… La
humillación pública, gloria eterna para aquel que sostiene el perdón en sus
labios. Otros prefieren regalos más sencillos y truculentos, como los
chocolates, arma de 10 mil filos, que puede llevar al sexo inmediato o bien
resultar en una de las bofetadas más sonoras de la historia…Verán, ellas pueden
inferir que tratas de decirles gordas. Otros, los más, se afilian al regalo más
efectivo de la historia: las flores, flores en diferentes cantidades y olores,
flores amarillas, rojas, blancas e incluso, en este tiempo de mentes
desequilibradas, negras. Las flores son la forma más común de pedir disculpas,
también tengo que apuntar que son lo que mejor reflejan la acción en su más
puro sentido: la belleza que viste los tallos va amputada, muerta de origen y,
a pesar de las adulaciones inmediatas, destinada a un marchitar rápido y
visible. Por eso, y siguiendo esta verdad indiscutible, si algún día, acorralado,
me veo en la obligación total de cambiar de opinión al respecto, voy a regalar
un ramo de gatos muertos.
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