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Me adormecí
en la silla mientras la diarrea escurría por los labios de una persona que se
las daba de interesante. Entre sueños revivía una escena de un libro lejano,
con personajes creados de una vida que abandonaba al paso que mis párpados bajaban. Ese hilo de realidad que en ciertas
ocasiones no se corta hacía que mi viaje fuera turbio y fragmentado. ¡Alzar el
ancla!, decía para mis adentros, ¡alzar el ancla y partir!, pero asumo que la
posición naturalmente reprobada para el descanso hacía infructíferas mis
súplicas. En segundos que fueron horas un par de tetas pasaron volando, un campo
de amapolas y jeringas y besos y sexo y farolas en la media noche se sobreponían
en una interminable danza dionisiaca y entonces ¡PUM! Ese hilo infernal me
trajo de regreso y sentí los ojos de todos en la sala posados sobre mi cuerpo.
El tipo que se las daba de interesante tenía una mueca de insoportable y ridícula indignación, mis ronquidos habían
acaparado a la audiencia de una manera tal que para él sólo es posible en sus
insignificantes paseos con Morfeo. Todavía desconcertado, mi mirada brincaba
alternadamente entre ojos juiciosos y simpáticos, hasta que encontré esa mirada
esmeralda acompañada de esos labios carmesí que viajó a mi lado entre un mar de
amapolas. Sonreí.
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