viernes, 6 de enero de 2012

DE PERROS Y GATOS

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Crecemos bombardeados constantemente por la sagrada mentira de que el perro es el mejor amigo del hombre. Irremediablemente la sociedad ha desarrollado una preferencia por este animal como compañero familiar en esta vida. No es de extrañar esta decisión, la simplicidad de su género permite al dueño (si se le puede llamar así a la persona que paga por un perro) tratarlo como mejor le parezca, ya sea atándolo en un patio de un metro por un metro, o bien vestirlo con chalequitos bordados con diamantes y cargarlo a todos lados en una bolsa Prada. Como fiel amigo resistirá cualquier tipo de trato por más humillante que éste sea, porque el perro no es subversivo, sabe bien el rol predeterminado que le corresponde y lo adopta y lo actúa de la mejor manera en que sus capacidades se lo permiten. El perro es y siempre será un animal predecible, si un perro aúlla el coro desatado de sus compañeros interrumpirá la tranquila noche. También este animal ha preferido adaptarse a un régimen de manutención, ser un paria aceptado, un animal que ha perdido sus habilidades de caza y ha desarrollado, como muchos de nosotros, una sensibilidad para buscar comida sin trabajo. Este es uno de los principales motivos por los que nos identificamos con este cuadrúpedo, la evolución nos ha dado a ambas razas la habilidad de superar el ser vapuleado con tal de que haya comida en el plato.

Hay otra clase de perros, sin duda más interesantes, que habitan el mundo siendo despreciados por los humanos. Los niños ven en sus ojos una amenaza y los padres una enfermedad. Esta clase ha aprendido a sobrevivir en las calles, agudizando sus sentidos y estableciendo hermandades entre sus pares. Aun así, el sabor místico que desprende el vagabundeo no impide que la naturaleza débil de estos animales resalte. La jauría se puede ver como un grupo de perros que siguen a un perro que improvisa rutas y campamentos en un laberinto interminable de hostilidades. Este grupo se asemeja en muchos sentidos al grupo que los humanos desarrollan bajo el concepto de amistad, imperturbable en casi todos los sentidos, excepto cuando una perra anda en celo.

Hay algunos perros que deciden por el camino de la soledad, andan por las calles y callejones con un aspecto de suficiencia que sus compañeros carecen, aún así se estacionan en los puestos de comida a rogar con sus ojos por un mendrugo, los más necesitados llegan a frecuentar las cantinas a horas indecentes con la esperanza de que algún borracho los beneficie con una caricia sincera. Otros, perturbados, en un arranque de lucidez poco común en su especie, se convierten en asesinos de perros y se ganan una muerte segura en la perrera municipal. Estos últimos son los únicos que llegan a ostentar una noble vida en esta tierra.

De los familiares de esta raza doméstica sobresale el lobo, cuyo deambular nocturno y llanto romántico ha propiciado la licantropía; otro ser ejemplar es el zorro, cuyo destino ha sido la persecución de sus hermanos bajo las ordenes de cazadores de alto rango (y poca valentía), es un ser característicamente escabullidizo, con una inteligencia que supera por mucho a sus adversarios que sólo llegan a triunfar en equipo; aunque ridiculizado en caricaturas, el coyote es uno de los animales más ágiles del género canis, hoy en día viven abrumados por la sociedad que los ha acorralado incluso en los territorios áridos que habitan; por último, demostrando una sencillez más humana, se encuentra también el chacal, ser mundano y carroñero, cuya esencia reconocemos en más rostros de los que quisiéramos. De todos los familiares caninos sólo el zorro es cazado por su piel, a los otros se les da muerte sencillamente por representar un peligro ante la sociedad.

Por su lado, el gato “doméstico” viene de una familia más distinguida: el león, rey de la selva, vanagloriado en emblemas y escudos y banderas en todo el orbe, es sin duda la figura más reconocida de este género; el tigre, ser venerado por varias culturas, animal mítico que encarna dioses y cobra víctimas con su rugido, con un tamaño y una agilidad intimidantes, es la representación de la elegancia y el poder; la pantera, el puma y el jaguar, animales más pequeños que brincan con gracia por los árboles y las piedras en una danza armónica y peligrosa, son imagen de exuberancia y belleza salvaje. A todos ellos se les caza por dos motivos: el primero, por la piel que puede vestir a las más hermosas mujeres o decorar los más lujosos salones; el segundo es porque, de entre todos los animales, los felinos demuestran tanto inteligencia como peligrosidad y amenaza, un reto que, por más ridículo que yo considere, otros encuentran atractivo –así de vacío es el humano-.

Sólo algo ridículo como la hiena puede surgir de la mezcla de estas razas milenarias, una rareza de genes felinos que se niega a trepar árboles y se ha rebajo a comportarse como can. Riendo de vergüenza por su decisión ha perdido toda belleza genética y ha abrazado su mundana vida con el arrepentimiento desvergonzado que le ha ganado una fama indigna y triste.

Ahora bien, rara vez los comentarios que giran en torno a la figura del gato son favorables, pero tampoco caen en la mentira. Es cierto, son agresivos (con cierto tinte traicionero), vagabundos, agiles e inteligentes, pero sobre todo son seres nocturnos que galantean indiscriminadamente, seres que van y vienen a placer como si el mundo les sirviera. No obstante su inclinación al one night stand -o tal vez por ello-, el gato es un ser solitario que vive consciente de su derrota. La condición le impide establecer lazos con criaturas de otros géneros, pues sabe perfectamente que incursionar por este sendero lo llevaría inevitablemente a la decepción y arrepentimiento.

El gato es un seductor que obtiene las cosas inmediatas y que no aspira a las profundas pero las anhela. No necesita ser mitificado por el humano para ser romántico y nocturno y se aleja tanto del perro como la tierra del cielo, sobretodo porque el gato es un animal que nunca ha abandonado su esencia salvaje, y en todo es más natural y menos domesticado. No tiene siete vidas, pero su vida la vive siete veces. Son seres que saben llegar a lugares remotos sólo imaginables para sus compañeros canes. Su maullido solitario se escucha en las alturas de los tejados, en las bardas, en las copas de los árboles, y a lo lejos, abajo, se escuchan los ladridos coléricos del ser domesticado. El gato permanece inmóvil y observa con la indiferencia que dicho acto se merece, para pronto seguir con su camino.


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