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Soy de los que opinan
que hasta en la violencia debe existir algo de elegancia. Considero el insulto
como una de las artes más deterioradas de nuestra civilización. Tanto la
simpleza como la vulgaridad han acaparado el mercado que antes le pertenecía a la
agudeza y el ingenio. Hasta el albur ha dado paso al tonto y descarnado ataque
directo, aquel que no se adorna más que de la agresión y se defiende con el puño.
No me malinterpreten, logro comprender los distintos escenarios donde la
mentada es necesaria , donde el putazo es imprescindible; no obstante, hay
cierta nostalgia por esos juegos de palabras, por esos siseos venenosos que se
podían disfrazar de halagos rimbombantes y que dejaban una estela de duda en el
aire, evanescente y al mismo tiempo casi palpable. Hay pocos, todavía, que
ejercitan los sinsentidos aparentes, las finas ironías y las insinuaciones
leves y punzantes, pero, lamentablemente, a falta de diálogo se ven condenados
al exilio y después a la extinción. Estos seres peligran por la avanzada
agresiva de un contingente que se deslumbra por la hipérbole, la exageración de
lo evidente. Técnica explotada por todos esos carroñeros de buenos puestos que
prostituirían a su madre por la sola oportunidad de ganar algunos pesos o
entrar al mundillo artístico del momento.
Junto
con Julio Torri se revuelcan en la tumba miles de escritores que apostaban por
la insinuación, por la elegancia, por la brevedad, pero, sobre todo, que apostaban
por la inteligencia del espíritu. Tal vez se necesite un régimen dictatorial,
como a finales del siglo XIX, cuando el escritor tenía que emplear todos los
recursos del ingenio para filtrar entre las palabras la verdad imprescindible.
Soy de la firme creencia que toda la aparente libertad que ahora gozamos tiene
como consecuencia directa el letargo en que
la sociedad se ve sumergida, huevonés intelectual del siglo XXI.
Es
por eso que, desde el fondo del pozo, insto a todos a promover el insulto como
una de las bellas artes; a que este ejercicio de la mente se erija una vez más
y conquiste ese lugar de gloria que en otrora le pertenecía; a provocar un
huracán en las cenas de los domingos por medio de cinco palabras bien hiladas;
a destruir una vida provocando una incertidumbre, y a filerear ciento de veces al
enemigo con una sonrisa y un picahielos de letras. Los insto a todo esto… Y me disculpo con ustedes por los eventos de
hoy por la mañana. Les explicaré: un carro se me cerró y me encontré en
cuestión de minutos en una neblina espesa de mentadas de madre y en un baile de
putazos con una persona desconocida que no tenía el menor gusto por el arte del
insulto. Fue entonces cuando me di cuenta de la más grande de las verdades: en
los momentos en los que el buen gusto no tiene cabida no importa saber que a
veces el putazo es imprescindible, sino que hay que saber dar putazos. El ojo
morado y el labio roto como testigos.
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