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Me intrigan aquellos seres que vierten sus sentimientos en
el papel de tal forma que mueven con sus hipérboles, pequeños insultos o
amoríos fugaces a las almas débiles que se desviven por pequeñeces que les son
ajenas. No sé aún si me intriga más el gusto por las cursilerías o los escritos
que revelan entre letra y letra un esfuerzo ridículo por impresionar a esos
entes ciegos que entregan su admiración a cualquier estrella pasajera autoproclamada.
Tres noches he soñado con matar a alguien. No me malentiendan, desde mi niñez
he tenido pensamientos homicidas –como la mayoría de las personas cuerdas–, y,
no puedo negarlo, es una de las acciones más pasionales en las que la
imaginación intercede y construye mundos tangibles en todos los niveles
sensoriales. Sólo que nunca había pasado con esta recurrencia. Tres noches he
olido la sangre caliente que recorre blancos e hipócritas cuellos. Tres noches
he escuchado los gritos desesperados resonar en mi tímpano. He visto reflejarse
en los ojos de mis víctimas mis dientes amarillos e imperfectos en una sonrisa
de felicidad circular. Los he matado a todos. No por un bien mayor, como se
podría pensar, sino por mi propio bien, porque en mi inconsciente hay un recelo
por estas almas faltas de criterio y personalidad. No voy a derrochar palabras
describiendo las mutilaciones y torturas a las que sometí a estos pobres y
tristes organismos. Hoy, después de limpiar mis herramientas y tirar los restos
en un lugar que ya es sagrado para mí, voy a conciliar un dulce sueño lleno de
muerte y desesperación que intensifique esta triste realidad que llamamos vida.
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