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Recuerdo
ese lugar como si hubiera olvidado los ojos suspendidos en esa atmósfera turbia
y sensual. Apenas percibo la tenue luz que se desvanece en su viaje hacia los
rincones y cuyos límites sirven de escondrijo para los habituales seres mágicos
de las mesas más remotas. Escucho la música dolorosa rebotando en las paredes
despintadas y el eco, apenas perceptible, de algún cantor derrotado. Leves
destellos se desprenden de las botellas que adornan la estantería, nido de
discordias y difamaciones, cura para el desahogo y corazones rotos (corazones remendados
y puestos a fusilar en una danza viciosa, interminable y armónica). Entonces el
silencio, mi silencio, un silencio cargado de enormes cantidades de respeto y
temor, ruega por un trago. Para obviar mi edad pueril, anhelo que reconozcan la
desesperación en mi rostro. Mi ruego es atendido por el viejo cancerbero que
resguarda celosamente el tesoro dionisiaco. Mi tonta agresividad hacia el trago
delata mi poca experiencia y arranca inmediatamente risas compartidas, risas
que recuerdan a todos los presentes su primer trago. Siento, en serio siento,
que todos somos yo en diferentes edades. El viejo rellena mi vaso, me acerca
los limones y me sirve unos cacahuates, estoy seguro de que ve en mí alguna
esperanza. Ahora me doy cuenta que no eran gestos de aceptación, pues sólo con
el tiempo una familia te cobija bajo sus brazos. Ese día sólo fueron unos
viejos borrachos mirándose en el espejo del pasado, reconociéndose en mis
ademanes torpes para tomar y en mi playera y puños ensangrentados.
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